En búsqueda de una nueva temporada.
La segunda temporada de The Knick empieza mal. Tanto que
casi da miedo, porque hace pensar que la burbuja se ha reventado y todos
los logros que el trío creadores/director logró en la primera eran un
espejismo. La carta que Lucy escribe para Thackery y que nos pone al día
de todo lo que pasado entre temporadas o que el buen doctor sea
sometido a una brutal sesión de desintoxicación que se resuelve en medio
episodio son cosas que podríamos encontrar en una serie distinta y peor
a este fascinante drama médico, que padecía casi todas las mejores alergias
posibles, aquellas que apelaban a lo obvio, a lo fácil de seguir por el
espectador y a lo explícitamente subrayado. Tardó el asunto un par de
episodios en encarrilarse, pero The Knick volvió a ser su mejor
versión antes de llegar al ecuador de la temporada, cuando los
personajes actuaban en consecuencia con sus acciones y su lugar en la
sociedad, y cuando la casi frenética energía que los ayuda a seguir
hacia delante en la vida era lo que dominaba cada segundo de metraje, y
ninguna cosa más. Aunque nunca superior a la primera tanda, para cuando
termina esta temporada volvemos a estar de nuevo en el terreno de la
calidad, del contenido de alto nivel.
Y es que Jack Amiel y Michael Begler han elegido, como buenos artistas
comprometidos con la causa, el camino menos sencillo. La continuación de
las tramas ha venido acompañada de una imprevisibilidad que nos ha
cogido por sorpresa. El protagonismo de Henry Robertson, la vuelta de
Abby a la vida de John o la evolución corrupta del personaje de Lucy
eran difíciles de anticipar, pero habiéndolo visto ya todo, era la mejor
opción para no encallarse. En lugar de aprovechar lo mucho que ya
habían plantado en la temporada anterior, los guionistas confían en la
máxima de sacar provecho de todo lo posible en una historia y usan estas
diez entregas para avanzar no solo en el mundo de la medicina sino
también en una sociedad en constante estado de cambio. The Knick
usa con sabiduría el escenario de un hospital para hacer una crónica de
mayor escala, y pasea su ingrávida cámara por bares, hogares, barrios,
clubs y habitaciones de señores de negocios, estableciendo juegos con
distintos grados de intimidad que demuestran que en el fondo todos están
siempre aspirando a algo mejor.
Con su toque maestro para la coralidad,
los responsables ponen a existir a su amplio grupo de personajes en
medio de una Nueva York que recibe inmigrantes, enfermedades y avances
científicos con el mismo grado de indiferencia. Tras las cámaras hay un
equipo que ofrece lo mejor que tiene –esos decorados que respiran
autenticidad– y que por eso son capaces de conjurar una magia que
desprecia cualquier atisbo de falsedad en pos solo de lo más adecuado
para cada situación y momento. Las escenas no se parecen ni tienen por
qué, no hay nada de manso o formulaico en el desarrollo de las
subtramas, y la opción elegida para ir poniendo los distintos colofones
aquí o allí es la más consecuente, sea ésta buena o mala para nuestros
personajes favoritos (que Everett Gallinger sea uno de los grandes
triunfadores de la temporada es la mejor prueba de esto). No se ensalzan
posturas ni hacen regalos a la audiencia, solo existe la voluntad de
entretener y ahondar con talento e inventiva en ese corazón de las
tinieblas que acaba constituyendo el mundo de este drama.
«Ojalá veamos una tercera entrega de esta grandiosa creación, verdaderamente única en su especie, y que nos ha dejado clamando por más y más».
En esta temporada asistiremos a multitud de momentos memorables, una catarata de maravillas que siempre están ancladas en el aspecto médico de la historia pero que de ahí es capaz de despegar en muchas direcciones. El uso de anticonceptivos, las operaciones para encoger tumores, la búsqueda de una cura para la sífilis, los orígenes médicos de la adicción o la eugenesia como teoría. Todo esto y mucho más en unos capítulos que se pasan volando y cuyo ritmo hecho de decisiones temerarias se contagia a un espectador que no puede sino esperar el siguiente vuelco de la trama, enganchado a unos giros de guion nunca enfatizados en exceso. Es el trabajo de orfebre de gente con una seguridad en sí mismos digna de admiración. Y si puede que se caiga en alguna obviedad desde el libreto (esa idea repetida de que cada médico del hospital inventa algún método o procedimiento nuevo), la carencia queda más que suplida por la apuesta visual del grandioso Steven Soderbergh, recordemos director/cinematógrafo/operador de cámara/montador. El trabajo del oscarizado cineasta es una de las grandes bazas de la serie, y ayuda a engrandecer un material de partida ya bastante bueno, amén de su magnífica mano con los actores. Aunque por el propio peso de su nombre la estrella de The Knick es un Clive Owen brillante, ninguno de los miembros del elenco está menos que estupendo, ya que el director los filma de una manera única y particular, que se asegura tanto de que estén bien como de que la toma sea interesante.
Planos secuencia con coreografías de lo más trabajadas, movimientos de
cámara cargados de intención dramática (esa conversación entre Barrow y
Ping Wu con la cámara centrándose solo en el dinero que el último tiene
en las manos) y una política de montaje que ahorra cualquier tipo de
peso muerto son algunas de las mejores cosas que aporta Soderbergh desde
su posición, además de haber traído a este ya de por sí interesante
universo al músico Cliff Martínez, cuyo trabajo cuanto más anacrónico es
más fascinante resulta (el momento cumbre de su partitura viene en el
montaje paralelo del baile de parejas en plena fiesta para recaudar
fondos a cámara lenta y Gallinger manipulando los botes de medicamento),
lo que demuestra que la mejor combinación posible de elementos técnicos
y artísticos distintos puede dar un Todo cohesionado que no tenga
tacha, un momento de auténtica gloria audiovisual.
The Knick es
toda esta colección de escenas que van una detrás de otra con un férreo
orden que marca el interés y que nunca es cuestionado por la audiencia.
Ante ella estamos hipnotizados, el metraje nunca pesa y las diversas
ocurrencias de sus personajes nos divierten y sorprenden a partes
iguales. Sin dejar de ser serio, y sabiendo que lo tratado es grave, el
humor negro de la serie (el homenaje a Alfred Hitchcock con bebida
envenenada, el doctor que examina vaginas a través del olfato) permite
que nos relajemos un poco ante el nivel de intensidad que llega a
alcanzar lo contado. Y que tiene su cénit en la operación en primera
persona que cierra la temporada, que cuesta ver sin apartar la vista y
que demuestra, una vez más, que las mentes creativas tras esta historia
no hacen concesión alguna. Respecto al final en sí, que cierra tramas y
deja puertas abiertas, la continuidad de la serie es ahora mismo un
interrogante, con Cinemax pidiendo a los creadores información sobre
dónde podría ir la historia ahora y Steven Soderbergh anunciando planes
ideales que como muy pronto nos devolverían el proyecto a la pantalla en
2017. Ojalá veamos una tercera entrega de esta grandiosa creación,
verdaderamente única en su especie, y que nos ha dejado clamando por más
y más.